No soy la reina del pop, y en mi primer examen de francés saqué un tres mal — pensaba que tenía tres cosas mal, pero era un très mal en francés, vamos, que muy mal. Tampoco canto, ni actúo, ni pinto, ni hago todo bien. Pero esta canción sonaba a todo trapo en el verano de 2001 en el coche. Y cuando sonaba, reverberaba con tanta fuerza, con tanta energía, que parecía que todos mis deseos eran posibles, que todas las cosas del mundo tenían sentido y que todo estaba bien.
Yo tenía siete años en aquel momento, y entonces ya descubrí un hobbie que me acompañaría siempre: fantasear con mil vidas posibles en cualquier vehículo en movimiento. Cuando escuchaba La reina del pop quería ser cantante. Quería ser Avril Lavigne, JLo, o Beth en la Sagrada Familia. Veía el mejor reality que ha existido, Popstars: todo por un sueño, todas las noches que lo emitían, con la mayor admiración y devoción que ha experimentado mi cuerpo. Y cuando volvía del cole, después de comer, ponía MTV para ver videoclips toda la tarde en el sofá. Había algo bonito y perezoso en todo eso. Imágenes y sonidos pasando, el estar ahí quieta, dibujando, hablando con mi hermana, haciendo el workbook de inglés, o tumbada con los párpados cayéndose, casi dormida. Estar y ser sin un fin concreto, sin sensación de urgencia o deber, sin pensar en términos de productividad.
Un día de esos, de los de estar viendo MTV en bucle, algo cambió. Lo recuerdo en un estado febril extraño. No había ido a clase porque tenía gripe. Estaba tomando unos macarrones blancos que no sabían a nada. Y de pronto, apareció el videoclip de What are you waiting for de Gwen Stefani. La primera imagen era Gwen ensayando en su estudio. De pronto, un reloj salía volando y ella aparecía en un laberinto ajardinado como si fuera Alicia en el País de las Maravillas. También sale atrapada en una casa de la que le salen los brazos y las piernas porque es gigante. O llora hasta crear una piscina. O gira en trance en una silla voladora que da vueltas. Y los colores eran tan brillantes, los cortes tan abruptos, y la música tan potente, que me quedé impactada. Fue una experiencia estética que fue directa a mi corazón. De esas cosas que te hacen pasar a la acción. Y pensé: “ahora quiero hacer esto”.
En la adolescencia seguí deseando muchas cosas, y en muchos sitios. En coches, en autobuses,en trenes, en ascensores, en escaleras mecánicas. Quería dedicarme a las palabras, a las imágenes, a las cosas que contaran cosas que hicieran click en el cerebro y en el corazón. Y cuando acabé el instituto, me formé en Comunicación Audiovisual y Cine.
Durante mis estudios seguí fantaseando. Quería hacer películas, quería hacer videoclips, quería estar en rodajes, quería presentar mis piezas en festivales, quería conocer gente, quería viajar, y quería ser muy feliz. Muy feliz pero como en esas imágenes de stock, en la que la felicidad es suspendida, y no sabes muy bien lo que hay antes y después de esa imagen. Una felicidad congelada y atemporal.
De pronto pasó algo inaudito: ocurrieron las cosas que deseaba. Empecé a hacer películas, a hacer videoclips, a estar en rodajes, a ir de festivales, conocer gente y viajar. Pero todo ello con condiciones inesperadas: trabajos sin remunerar, jornadas más largas de lo legal, calendarios de festivales incompatibles con tener un empleo estable, conocer a gente de manera fugaz pero no tener espacio para cuidar las relaciones en el día a día. Tener dosis de euforia desenfrenada, maravillosa, pero que cuando acaban dejan un poso de vacío extraño.
Entonces la frase que siempre había odiado, la de cuidado con lo que deseas porque se puede cumplir, empezaba a tener forma. Y me daba dolor de cabeza. Y el dolor de cabeza se transformó en pereza. Y la pereza se acabó convirtiendo en pena. Y creo que ahora en enfado.
No canto, ni actúo, ni pinto, ni escribo poemas ni lo hago todo bien. Pero sí que dirijo, produzco, programo y doy clase, e intento hacer todo lo mejor posible. Y tal es esa autoexigencia y perfección, que mi cabeza va más rápida que mi cuerpo. Y que caigo en dinámicas de productividad que me dejan agotada. Y que incluso me ponen enferma — escribo este texto después de haber tomado un Frenadol, para mí ya es normal estar malita una vez al mes, porque mi cuerpo me dice relájate cariño, pero a veces me cuesta hacerle caso.
No tengo ni talento, ni cultura, ni manos bonitas, ni estudio francés. Aunque mis manos son bastante monas, confieso. Pero me pregunto de qué habla Amaia cuando dice que la reina del pop tiene talento y cultura. ¿Qué es tener talento y cultura? ¿Qué es el talento? ¿Qué es la cultura? ¿Acaso tener talento no tiene más que ver con tener recursos económicos y tiempo para desarrollar la sensibilidad artística, investigar y poder materializar nuestros proyectos? ¿Acaso el desarrollo artístico no está condicionado por factores sociales e institucionales? Cuando estudiaba cine, empecé a trabajar en un scape room. Recuerdo que lo tuve que dejar porque era insostenible ir a clase, hacer los trabajos, estudiar, pensar películas, hacerlas, cuidar mis relaciones y dormir.
¿Cuánta gente se queda fuera de la industria y de la formación cinematográfica? ¿Cualquier persona puede permitirse ir a labs, festivales, acceder a educación privada? ¿Tiene eso que ver con tener talento, cultura, manos bonitas y saber francés? ¿O más bien con ciertos privilegios de los que no se hablan, con cuestiones que no tienen que ver con talento o esfuerzo, sino con problemas estructurales? Hace unos meses, leí un comunicado de la actriz Adèle Haenel en Twitter. Decía que dejaba el cine por razones políticas: “porque la industria del cine es absolutamente reaccionaria, racista y patriarcal”. Me impactó mucho leerlo. Y pienso en ello a menudo. Admiro su decisión y su compromiso político. Pero por otro lado, no veo esa opción para mí. Tengo esperanza en que se
puede vivir del cine, o acompañada por el cine, desde otro lugar. Es un lugar que conlleva muchas contradicciones y hacer malabares en el día a día. Pero pienso que merece la pena intentar, cada uno desde su lugar, crear un ecosistema cálido y ético de producción. Detectar las opresiones, ser honestas con su existencia, pero que no sean paralizantes.
Hace poco llegué a una conclusión, ahora para mí obvia, pero que me dejó en shock: no quiero ser la reina del pop. Tampoco quiero ser una directora que se haga world tours y esté desconectada de las personas y cosas que ama. Creo que la imagen de la felicidad, de la autoestima y de la realización tiene mucho que ver con esas imágenes de stock que no tienen ni pasado ni futuro, que son estáticas y en un limbo permanente. Son irreales.
Ya no quiero ser reina del pop porque ahora quiero ser otra cosa. Quiero hacer cine con respeto hacia mi entorno y mi cuerpo. Estaba pensando que esta carta es una especie de antideseo, pero no es tanto eso. Es un espacio donde desear de otra forma que no había experimentado antes. Ahora deseo vivir cerca del mar, ir paseando al trabajo, ser profesora de realización en un FP en un instituto público. Ir al cine con mis amigxs el día del espectador, y tomarnos un vino después. También ver La isla de las tentaciones todos los jueves. Ir a algún festival de vez en cuando. Jugar con mi sobrina, cocinar y comer rico, dormir ocho horas y hacer películas en mis vacaciones de verano, o algún finde con colegas.
No soy la reina del pop, ni falta que hace. Pero sí que tengo un montón de ilusión. Y hacer cine va de eso. De la ilusión y de la conexión con los demás. Así que a emocionarse, a perderse un poco, a desear, con las complejidades que ello implica. Y a amar los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles como pompas de jabón.
Y como siempre, palante como las gatas.
©Paula González,2022
Cineasta, docente y programadora @puchi.jpg